Relato de la docente Débora Bustamante, asistente a la movilización de Plaza Congreso.
Mas que el ardor en los ojos, la cara, el cuerpo, mas que los golpes, mas que los balazos de goma, más que ver la represión en la cara de ancianos (rostros que jamas se me van a borrar de la mente) más que todo eso, el dolor más grande vino de las palabras de la gente.
Si en los medios viste cientos de personas tirando piedras, quemando gomas, generando disturbios, si viste policías heridos viste bien y no lo voy a negar (milagrosamente, a ellos que estaban frente a frente con las fuerzas jamas los detuvieron, raro no?). Ahora te digo, te falto mucho por ver (todo eso que en la tele no te pasaron, el 95% de la marcha). Se olvidaron de mostrarte a miles de personas marchando pacíficamente, charlando, intercambiando, conociéndose. Te falto ver a los ancianos, niños y adolescentes expresarse ahí en la calle. Te falto ver los gases lacrimógenos lanzados desde las alturas sobre toda esa gente, te faltó sentir los palos en el cuerpo y la humillación de la policía. Te falto sentir la impotencia de saber que, pese a que te estabas desconcentrando, te perseguían para seguir bombardeandote a gas y balas.
Entiendo que no estés de acuerdo con la violencia, yo tampoco lo estoy, la repudio completamente. Pero te cuento, ya que los medios no lo hicieron, esa violencia la sentí en el cuerpo y no vino de la gente, vino de las fuerzas. Y no, no estaba ni con palos, ni con piedras y mucho menos con armas. En la mochila tenía mis apuntes para estudiar en el viaje, agua, el documento y el celular. Y si me ves en fotos con un pañuelo en el cuello te digo que eso fue lo único que tuve para protegerme y poder respirar en una nube de humo. Ahora te pido, antes de insultarme, ningunearme, decirme que la represión era necesaria, antes que todo eso mejor pregúntame que pasó, cómo estoy, cómo estamos (todo eso que me preguntaron personas desconocidas en la movilización). Llegué bien, pero me puso muy triste todo lo que leí sobre mis compañeros y sobre mí en las redes. Somos docentes, docentes que sintieron la necesidad de movilizarse por un reclamo justo. Nadie nos pagó nada, no fuimos a desestabilizar ningún gobierno ni a ejercer violencia de ningún tipo.

Historia de un día en Plaza Congreso *Por José Carlos García Marnetto, docente afiliado a AGMER que concurrió a la manifestación.

Voy a contar lo que nos pasó en primera persona. Voy a intentar poner un poco en palabras lo que vivimos. Nadie me lo contó, no lo vi recortado por ningún medio. Estuve ahí. Fuimos con un grupo de compañeros de AGMER Villaguay a la movilización de hoy hacia el Congreso Nacional, en repudio a la reforma previsional y a todo el paquete de medidas contra el pueblo y la clase trabajadora que está tomando el gobierno de Cambiemos. Nadie nos obligó, fuimos porque lo sentimos. Fuimos porque consideramos que hay momentos en la historia en los cuales, si se tiene la oportunidad, no podemos quedarnos con los brazos cruzados. Fuimos porque creemos y sostenemos nuestras convicciones, las mismas con las que hemos vivido siempre, y las que llevamos como banderas. Nadie nos pagó. Fuimos por medios propios, ya que somos aportantes al gremio. Todos los que estuvimos tenemos ideas diferentes, pero coincidimos sin duda alguna en defender los derechos humanos y la dignidad humana. Por eso fuimos, porque estas medidas, sin dudas, vulneran esas dimensiones fundamentales de nuestra existencia.
Llegamos temprano y nos sumamos a las columnas de docentes que se dirigían al Congreso. Miles. De todos colores. Íbamos cantando, sintiéndonos parte de algo muy poderoso, de esas fuerzas que son motoras de la historia. Al llegar, nos ubicamos a más o menos tres cuadras del vallado, sobre calle Sáenz Peña. Queríamos estar lejos de los focos de disturbios que, lamentablemente, intuíamos que iban a suceder. Sin embargo, nada en toda esa marea humana podía hacernos sospechar tal cosa. No conozco la cifra exacta, pero escuché por ahí que éramos trescientos mil. Había jóvenes, no tan jóvenes, adultos mayores, niños con sus padres, adolescentes. En un momento estuvimos charlando con dos mujeres y un hombre, más o menos de la edad de mi viejo, todos docentes e investigadores de la Universidad de Quilmes. También estaban ahí porque lo sentían. No vi un solo palo, ni tampoco caras tapadas. Yo llevaba en mi mochila una sola arma: un libro (“La sociedad excluyente”, de Maristella Svampa).
Nos sentamos por ahí. Cantamos, coreamos consignas. Nadie, absolutamente nadie, cometió un solo desmán o acto de violencia. Cada tanto, caminaba unos pasos hasta Avenida de Mayo para ver pasar la marea humana: nada de palos, nada de caras tapadas. Las columnas que estaban más adelante retrocedían. Pregunto por qué. Me cuentan que contra el vallado había violentos arrojando piedras a la policía (me enteré que hubo varios miembros de las fuerzas de seguridad heridos, cosa que lamento mucho). Ellos no querían estar ahí, no querían ser parte de eso. Venían enojados, preocupados, presentían que esto no terminaba bien. También eran docentes. Formaciones enormes de ellos. Llevaban una pancarta gigante con los rostros de Carlos Fuentealba Y Simón Rodríguez. En eso se me da por chequear las redes: estaban repletas de capturas de pantalla que mostraban un estado de caos total. Me paré sobre la misma Avenida de Mayo y miré para el Congreso, nada de eso se veía. Sólo gente ejerciendo un derecho en paz. Miro para el otro lado, cuadras y cuadras de personas en la misma situación. ¿Estoy negando lo que pasó? Claro que no. Todos lo vieron en los medios, que lo reprodujeron hasta el hartazgo. Sólo quiero dar una dimensión de las cosas. Doscientos, trescientos violentos no representan una movilización social. Al menos, desde mi punto de vista.
El caos estaba lejos, pero empezaba a sentirse una atmósfera pesada. Y de repente, llegó a nosotros. Las fotos en que estamos sentados muestran los últimos instantes antes de que todo se venga abajo. Estamos sonriendo, charlando, debatiendo. La gente a nuestro alrededor, igual. En un abrir y cerrar de ojos, llegó la estampida. Detrás de ellos, los gases y los balas de goma. Nos apretaron contra una pared. Fue una situación extremadamente angustiante y desesperante. Había gente que lloraba, se asfixiaba. Tenía terror de que nos cayéramos. Como pude, a los empujones, pude abrir un camino y salimos con Débora por Avenida Rivadavia. La gente corría desesperada. Las caras rojas, hinchadas, muchos ensangrentados. A los gritos, un grupo pide que abramos paso. Traían en andas a un viejito envuelto en una bandera Argentina, y se veía muy mal. A las dos cuadras, nos emboscaron. Nos estábamos yendo, tratando de llegar a la 9 de Julio. Gente desarmada, herida, cegada por los gases. Y cayeron otras granadas de gas lacrimógeno. Una a pocos metros de mí, y el humo me llegó de lleno. Para los que no han tenido la espantosa experiencia (y espero nunca la tengan), el gas lacrimógeno provoca náuseas, se te cierra el pecho y no podés respirar. Quedás momentáneamente cegado y el ardor en los ojos y en las vías respiratorias en insoportable. Y ahí apareció la maravillosa solidaridad de la gente: nos sostuvieron, nos preguntaron cómo estábamos, nos orientaron, nos ofrecieron agua y limón para contrarrestar los efectos. Ellos fueron la luz. La solidaridad en medio del caos. En estos momentos, que estoy leyendo barbaridades y burradas sobre nosotros en las redes sociales, muchas provenientes de personas que nos conocen desde hace años, recordar ese momento de dignidad y solidaridad entre los que luchan, me llena de alegría.
Finalmente llegamos a la 9 de Julio. Llamadas, mensajes, la desesperación por encontrar a nuestros compañeros que se perdieron en el caos. Felizmente nos pudimos reunir al cabo de un rato, pero las historias eran angustiantes. Una compañera había recibido dos balazos de goma por la espalda. Otras dos sufrieron una terrible situación de abuso de autoridad. Refugiadas en un edificio cercano, un grupo de policías de la Ciudad las arrinconó, insultó y golpeó. Dos mujeres indefensas, desarmadas, a cara descubierta, totalmente sometidas, fueron cobardemente agredidas por hombres armados. Les corresponderá a ellas, si quieren, contar su historia.
Todos me conocen. Crecí en esta ciudad. Hace más de diez años soy docente en escuelas secundarias, en profesorado y en la universidad. Todos conocen mi compromiso y la calidad de mi trabajo. Siempre dije lo que pienso y me involucré en causas y movimientos que considero justos. No cometí ni un solo delito que ameritara lo que pasé. Tampoco Débora. Tampoco el resto de mis compañeros y compañeras. Puedo dar fe. El ardor de los ojos desaparecerá, como el de los balazos de goma o los palazos. Pero nos queda una sensación muy profunda de angustia y tristeza. Fuimos al Congreso a defender nuestros derechos, los de todos. Lo hicimos en el marco de la ley, como así también la inmensa mayoría de los que allí estaban. Una parte, un sector marginal estadísticamente en relación a los miles que fuimos, provocó disturbios violentos e injustificables, y deben ser castigados. Nosotros no. Las fuerzas de seguridad que deberían habernos protegido para que los ciudadanos podamos ejercer nuestro derecho constitucional de protesta en paz, libres de minorías violentas, nos persiguieron con saña, atacándonos mediante emboscadas mientras desconcentrábamos, a muchas cuadras del foco del conflicto, y cuando no representábamos amenaza alguna.
Saludos y muchas gracias a todos lo que se preocuparon de corazón y nos preguntaron cómo estábamos.