El 16 de septiembre a la madrugada fueron arrancados de sus casas Claudio de Acha, Horacio Húngaro, María Clara Ciocchini, María Claudia Falcone, Francisco López Muntaner y Daniel Racero. Grupos de tarea bajo las órdenes del Jefe de Policía de la Provincia de Buenos Aires, general Camps, ponían en práctica su plan de eliminar a cientos de adolescentes militantes revolucionarios. La noche de los lápices fue el nombre dado por el genocida Camps a ese operativo de terror.
Pablo Díaz fue el último estudiante secuestrado y uno de los sobrevivientes. Cuenta que al despedirse de Claudia Falcone cuando él la insta a recapacitar sobre la posibilidad de un reencuentro ya en libertad, recibe una respuesta categórica: "No, Pablo. No vamos a salir. Brinden por nosotros todos los fines de año". El gesto habla de la asunción de una suerte colectiva en el marco de un proceso de desarrollo histórico-social. Se trata de la decisión meditada de no ser un "perejil", lugar al que los ha querido arrinconar la teoría de los dos demonios.
El comienzo del fin del Estado de Bienestar, el brutal crimen de un líder del sindicalismo combativo y la masacre de seis militantes estudiantiles tiñen el septiembre histórico de rojo y negro. Rojo de sangre y lucha. Negro de luto y dolor.
El poder se regodea mostrándonos las imágenes de la derrota para que siga reinando el terror que paraliza. Otros, exhiben las fotografías de los fracasos para sostener el discurso reaccionario de que no se puede hacer nada más que lo que se está haciendo. Coristas de la resignación y el posibilismo.
Para nosotros, los trabajadores, se trata de hitos históricos de una larga marcha que continúa, con contradicciones y contratiempos, pero con el compromiso inalterable de seguir construyendo colectivamente para llevar esas banderas de lucha hasta el final del camino.
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